sábado, 5 de noviembre de 2011

La antepenúltima tentación (II)

Como pensábamos que Miguel y los suyos no tardarían en llegar no pedimos nada de comer y nos tomamos una coca cola light, ella, y yo una fanta de naranja, que allí eran de color naranja intenso y estaban buenísimas, recordándome el color y el sabor que tenían aquí hace años, cuando era pequeño. Desde que volví no he vuelto a probar una. Seguimos hablando e intercambiando miradas y sonrisas un rato más y cuando estábamos dudando de si pedir comida o no con la sigueinte fanta, que sería la tercera, sonó el teléfono. "Ya vienen para acá, bueno, para acá no, para la plaza ***, ¿sabes dónde está?", "Más o menos, pero mejor le preguntamos al camarero".

Encontramos la plaza sin problemas y en cinco minutos aparecieron Miguel, su jefa y otros dos chicos y una chica más. Decidimos no alejarnos mucho y nos sentamos en la primera terraza que vimos. Pedimos varios platos de carne para compartir y yo abandoné la fanta en favor de la cerveza.

La jefa del equipo de Miguel, estaba más cerca de los 40 que de los 30, era guapa, tenía el pelo castaño y melena corta, que no llegaba a los hombros, fumaba como un carretero, era habladora y daba la sensación de que también era inteligente. Pero desprendía antipatía y superioridad hacia los demás, especialmente hacia sus subordinados. De los otros, uno de ellos, el más locuaz, era más o menos de la misma edad que su jefa, feote, simpático, compartía el paquete de tabaco con ella y me dio la impresión de que tenían algo más que una relación profesional. El otro chico y la chica eran agradables, pero no participaron apenas en la conversación, eran los más jóvenes y quizá se sentían algo cohibidos por la presencia de su superiora. Yo creo que habían aceptado la invitación a salir por miedo a decirle que no. Sinceramente, no me acuerdo del nombre de ninguno. Verónica, de natural tímida, tampoco hablaba y se la veía ofuscada y aburrida, con los brazos cruzados.

Una vez terminada la cena alguien propuso ir a un pub cercano. Por el camino se hicieron, inevitablemente, tres grupos: a la cabeza, Miguel, la jefa y su supuesto pretendiente, luego Verónica y yo, y más atrás los otros dos. Verónica quería irse a casa y trataba de convencerme de que la dejara ir y yo siguiera la fiesta, era tarde y al día siguiente había que trabajar. Además, le quedaba un rato largo hasta llegar a su casa, el metro estaba cerrado y el autobús desde allí, si es que aún había, tardaría cerca de una hora en llevarla. Pero yo me negaba. O venía ella, o yo también me iba, sin ella yo también me iba a aburrir. Al final decidimos que yo me quedaba, pero que la acompañaría a coger el autobús, faltaría más. Nos fuimos hacia la avenida principal que atravesaba el barrio hablando alegremente, en busca de una parada. La calle era muy ancha y estaba vacía y el alumbrado era un tanto lóbrego, daba miedo que andara por allí una chica a estas horas, en realidad incluso a mí me daba miedo andar por allí, como para haber dejado que Verónica se fuera sola. Llegamos a la parada y nos sentamos a esperar al autobús. El tiempo pasaba y era lo único que pasaba, porque autobuses ni uno. Al fin vimos aparecer uno al fondo, nos levantamos, esperamos a que se acercara y le hicimos una señal pero pasó de largo, no era su parada. Verónica empezó a preocuparse, no sabía seguro si por allí pasaba algún autobús en ruta hacia su casa y, si lo hacía, si no habría pasado ya el último. "¿Un taxi?", "Ni pensarlo, me cobrarían una fortuna", "Yo te lo pago, estás aquí por mi culpa", "¡Ni hablar!". Nos quedamos de pie, se había levantado un poco de aire y hacía hasta frío, Verónica trataba de abrazarse a si misma metiendo los brazos debajo del pecho y encogiéndose. "Esperemos un poco más". El tiempo transcurría, yo ya no tenía ganas de volver con los demás, en cuanto la subiera a un autobús llamaría a un taxi y volando para el hotel. Otro autobús, éste sí paró a nuestra señal, abrió la puerta, Verónica se acercó y preguntó al chófer por la ruta. "Nada, éste no va hacia mi barrio y dice que cree que el último pasó hace rato, pero que no está seguro, que esperemos". "Bueno, vamos a esperar". Seguimos de pie, hablando, pero poco, teníamos frío. A cada momento la conversación se acababa y yo tenía que frenar el impulso de abrazarla y besarla, Verónica se daba cuenta y me lo reprochaba con los ojos, que se entristecían, pero no podía hacerlo. Una vez que se ha sido infiel se es ya para toda la vida aunque no vuelva a ocurrir. No hay redención. No es como emborracharse, por coger una borrachera no es uno un borracho, la borrachera se pasa al día siguiente y se olvida. Tampoco es igual que robar. Si cometes un robo no eres un ladrón para siempre, simplemente robaste algo una vez, de ahí a ser un ladrón hay un trecho. Incluso tienes la oportunidad de arrepentirte a tiempo y devolver lo robado. O redimirte en la cárcel. Con la fidelidad es distinto. No se puede olvidar, no se puede devolver nada, el arrepentimiento no es un remedio. No hay remedio.

Cada vez hablábamos menos, nos mirábamos, de pie, sin saber qué decir, sin querer decir lo que estábamos pensando, no hacía falta, lo sabíamos, cada vez era más difícil aguantar, si esto duraba mucho más, iba a caer. Verónica me miraba a los ojos, los suyos tristes y húmedos, sin decir nada, la boca entreabierta, los brazos cruzados bajo los senos, la piel de gallina por el frío. Yo apartaba la vista, sabía lo que me estaba pidiendo, quería dárselo, quería acariciarla y apretarla y besarla. Pasó un rato, hacía más de una hora que habíamos llegado allí y casi media que había pasado el último autobús. "Verónica, vamos a coger un taxi, te llevo a tu casa y vuelvo al hotel", "Ni loco, está muy lejos, el viaje de ida y vuelta sería carísimo y tardarías mucho.", "Me da igual", "Mejor vamos en el taxi hasta tu hotel y yo continúo. Voy a llegar a casa tardísimo, mi familia se va a preocupar y mañana voy a tener mucho sueño en el trabajo", "Llama a tu casa para avisar que estás bien y que llegas tarde", "No puedo, les daría un susto de muerte si los despierto ahora. ¡Y todo es por tu culpa!", "¿Por mi culpa?", "¡Sí, por tu culpa! No tenía que haber venido", "¿Cómo que no? Lo estábamos pasando muy bien y me voy en unos días...", "Lo estábamos pasando muy bien hasta que llegó esa gente", "Bueno, habíamos quedado con ellos, a mí tampoco me han caído bien, pero qué vamos a hacer...", "¡Eres tonto, no te enteras de nada!", me dijo con las lágrimas saltadas. Lo único que pude hacer es quedarme callado, Miramos hacia el fondo la calle, en busca de las luces de algún taxi. Así estuvimos otros diez minutos, en silencio, hasta que apareció uno. Le explicamos al taxista el trayecto que tenía que hacer y nos subimos al asiento de atrás.

En el trayecto al hotel no cruzamos una palabra, pero la tensión era evidente. Verónica se sentó detrás del conductor y cruzó las piernas dejándome ver su muslo derecho prácticamente entero. No sabía qué hacer, se me acumulaba todo, pensaba en su escote, en los roces bajo la mesa del primer bar, en el rato solos en la calle, en la discusión, en el frío, en las ganas de abrazarla, en sus lágrimas,... y ahora ésto. Ésto era demasiado. Si le proponía quedarse a dormir en mi hotel, en mi habitación, como amigos,...No puedo, no debo. Miré al taxista, el saber que no estábamos solos me aplacó un poco. Verónica no me miraba, tenía los brazos cruzados y la cabeza ladeada y erguida, mirando al frente en un gesto de dignidad y desdén hacia mí. Al fin llegamos a la esquina de la calle de mi hotel, última oportunidad... no. Pagué el trayecto hasta allí y quise dejar dinero para cubrir el viaje de Verónica, pero ella se negó y no quise dejar tirado un billete en el asiento, hubiera sido un insulto. "Hasta mañana". Vi marchar el taxi, estaba excitado, muy nervioso, tanto que crucé la avenida pensando en que el taxista me había dejado en la acera opuesta. Al darme cuenta del error volví sobre mis pasos y enfilé la perpendicular que me llevaba al hotel. Llamé al timbre, el recepcionista me abrió, le di las gracias y las buenas noches, subí a mi habitación, me desnudé y me acosté. Apagué la luz y me quedé dormido pensando en lo que pudo haber pasado.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

La antepenúltima tentación (I)

Cuando fui a salir le pregunté a Miguel a qué hora le venía bien quedar. Me dijo que su equipo acabaría tarde así que si yo quería me podía ir para allá y él ya me llamaría cuando estuvieran por allí. De camino a mi hotel acordé con Verónica que cuando ella saliera de su casa me diera un toque al móvil, yo ya sabría que venía en el metro y bajaría a la estación que tengo justo enfrente y así continuaríamos el trayecto juntos. No estaba muy convencida de venir, del equipo de Miguel sólo conocía a la jefa, y ésta le parecía una estirada antipática que miraba a los demás por encima del hombro. No estaba muy lejos de mi opinion, pero quedaban pocos días para nuestra marcha y no habría muchas más ocasiones de salir juntos y pasarlo bien. Nos separamos en la esquina de todos los días, donde ella doblaba para coger el autobús, y seguí hacia el hotel pensando en mis cosas.

Un poco antes de la hora convenida el timbre de mi móvil sonó brevemente. Esta chica siempre llega antes. No importa, desde su parada hasta aquí hay un trecho largo, esta ciudad es enorme. Terminé de vestirme con tranquilidad, bajé en el ascensor, saludé a los recepcionistas y al vigilante y crucé la calle en dirección a la boca de metro. Sólo tuve que esperar el paso de dos trenes y la vi pasar a través de la ventanilla. Sonrió y me saludó con la mano en el instante en que me vio. El tren paró, la gente salió y entró y entonces Verónica se asomó a la puerta, divertida, haciéndome gestos para que me diera prisa. Nos dimos el preceptivo beso en la mejilla y le dije que estaba muy guapa, como hago siempre con mis amigas, pero es que realmente lo estaba. Llevaba una minifalda negra y una camisa también negra con varios botones desabrochados, suficiente para dejar ver el borde del sujetador de encaje negro que moldeaba sus redondos y apretados senos. Supongo que era el sujetador el que les daba esa forma porque en todos estos días en la oficina no me había parecido que fueran así y sin embargo estaba cayendo en el engaño en que caemos siempre: aún sabiendo que llevan maquillaje, sombra de ojos, colorete, pintalabios, sujetadores realzadores, fajas reductoras, tacones,... aún sabiendo cómo son sin todo esto, cuando las vemos así, arregladas, maquilladas, creemos que realmente son así, de piel morena y suave, sin defectos, labios rojos, pechos grandes bien torneados, talle fino y varios centímetros más altas de lo que son en realidad. Verónica podía presumir de tener lo que se dice un cuerpazo, gracias en parte a que desde pequeña practicaba asiduamente todo tipo de bailes e incluso era monitora de danza del vientre, pero encerrado en un metro y medio de estatura, lo cual, unido a que no era especialmente bonita, hacía que pasara desapercibida. Pero esta noche los zapatos de tacón, la minifalda, el escote y el casi imperceptible maquillaje que se había aplicado (suficiente para ir mona, pero sin dar la sensación de que se había pintado especialmente) la convertían en una mujer muy atractiva, al menos a mis ojos.

Al salir del metro llamé a Miguel para preguntarle si habían salido ya y esperarlos aquí mismo o si era mejor que nos fuéramos tomando algo en algún sitio. Les quedaba un rato, lo mejor era buscar un bar o una terraza y ya nos llamarían para preguntar dónde andábamos. "Guíame, vamos adonde están los bares", dije, "No conozco bien este barrio, no sé qué sitio te puede gustar...", "Menos conozco yo, que no soy de aquí. Y no te preocupes, con que nos podamos tomar algo sentados en la calle me conformo, seguro que me gusta". Me cogió de la mano y empezó a tirar de mí por calles y callejuelas empinadas. Por el camino me iba contando que su último novio la había dejado hacía unos meses, pero que no le guardaba rencor, era normal que los chicos se acabaran cansando de una, estaba perdiendo la esperanza de encontrar una pareja definitiva, se hacía mayor y no se veía guapa. Yo le regalaba cumplidos y le repetía que hay hombres que no saben apreciar lo que tienen, que ella era una chica muy bonita y muy simpática y que aún era joven. A todo respondía con una carcajada. "Soy un poco mayor que tú", "Lo sé, ¿cuanto de mayor?", "Eso no te lo voy a decir".

Al fin dimos con una calle, también en cuesta, en la que había varios bares con mesas en la puerta. Ante su indecisión tuve que elegir yo: "Éste mismo". Las mesas y las sillas eran de madera plegables, bastante pequeñas, así que cuando nos sentamos uno frente a otro tomé conciencia de lo cerca que estábamos, había que doblar las piernas hacia atrás para no enredarlas. Cuidado con las manos sobre la mesa o se encontarían. Entonces volví a reparar en lo atractiva que estaba Verónica esa noche, y cómo no, mi mirada, aunque fija en sus ojos cuando me escuchaba y en su boca cuando hablaba, se desviaba a cada instante hacia el encaje de su sostén. Ella se daba cuenta y su sonrisa constante se hacía un poco más grande y como quien no quiere la cosa se recolocaba la camisa.
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