miércoles, 2 de noviembre de 2011

La antepenúltima tentación (I)

Cuando fui a salir le pregunté a Miguel a qué hora le venía bien quedar. Me dijo que su equipo acabaría tarde así que si yo quería me podía ir para allá y él ya me llamaría cuando estuvieran por allí. De camino a mi hotel acordé con Verónica que cuando ella saliera de su casa me diera un toque al móvil, yo ya sabría que venía en el metro y bajaría a la estación que tengo justo enfrente y así continuaríamos el trayecto juntos. No estaba muy convencida de venir, del equipo de Miguel sólo conocía a la jefa, y ésta le parecía una estirada antipática que miraba a los demás por encima del hombro. No estaba muy lejos de mi opinion, pero quedaban pocos días para nuestra marcha y no habría muchas más ocasiones de salir juntos y pasarlo bien. Nos separamos en la esquina de todos los días, donde ella doblaba para coger el autobús, y seguí hacia el hotel pensando en mis cosas.

Un poco antes de la hora convenida el timbre de mi móvil sonó brevemente. Esta chica siempre llega antes. No importa, desde su parada hasta aquí hay un trecho largo, esta ciudad es enorme. Terminé de vestirme con tranquilidad, bajé en el ascensor, saludé a los recepcionistas y al vigilante y crucé la calle en dirección a la boca de metro. Sólo tuve que esperar el paso de dos trenes y la vi pasar a través de la ventanilla. Sonrió y me saludó con la mano en el instante en que me vio. El tren paró, la gente salió y entró y entonces Verónica se asomó a la puerta, divertida, haciéndome gestos para que me diera prisa. Nos dimos el preceptivo beso en la mejilla y le dije que estaba muy guapa, como hago siempre con mis amigas, pero es que realmente lo estaba. Llevaba una minifalda negra y una camisa también negra con varios botones desabrochados, suficiente para dejar ver el borde del sujetador de encaje negro que moldeaba sus redondos y apretados senos. Supongo que era el sujetador el que les daba esa forma porque en todos estos días en la oficina no me había parecido que fueran así y sin embargo estaba cayendo en el engaño en que caemos siempre: aún sabiendo que llevan maquillaje, sombra de ojos, colorete, pintalabios, sujetadores realzadores, fajas reductoras, tacones,... aún sabiendo cómo son sin todo esto, cuando las vemos así, arregladas, maquilladas, creemos que realmente son así, de piel morena y suave, sin defectos, labios rojos, pechos grandes bien torneados, talle fino y varios centímetros más altas de lo que son en realidad. Verónica podía presumir de tener lo que se dice un cuerpazo, gracias en parte a que desde pequeña practicaba asiduamente todo tipo de bailes e incluso era monitora de danza del vientre, pero encerrado en un metro y medio de estatura, lo cual, unido a que no era especialmente bonita, hacía que pasara desapercibida. Pero esta noche los zapatos de tacón, la minifalda, el escote y el casi imperceptible maquillaje que se había aplicado (suficiente para ir mona, pero sin dar la sensación de que se había pintado especialmente) la convertían en una mujer muy atractiva, al menos a mis ojos.

Al salir del metro llamé a Miguel para preguntarle si habían salido ya y esperarlos aquí mismo o si era mejor que nos fuéramos tomando algo en algún sitio. Les quedaba un rato, lo mejor era buscar un bar o una terraza y ya nos llamarían para preguntar dónde andábamos. "Guíame, vamos adonde están los bares", dije, "No conozco bien este barrio, no sé qué sitio te puede gustar...", "Menos conozco yo, que no soy de aquí. Y no te preocupes, con que nos podamos tomar algo sentados en la calle me conformo, seguro que me gusta". Me cogió de la mano y empezó a tirar de mí por calles y callejuelas empinadas. Por el camino me iba contando que su último novio la había dejado hacía unos meses, pero que no le guardaba rencor, era normal que los chicos se acabaran cansando de una, estaba perdiendo la esperanza de encontrar una pareja definitiva, se hacía mayor y no se veía guapa. Yo le regalaba cumplidos y le repetía que hay hombres que no saben apreciar lo que tienen, que ella era una chica muy bonita y muy simpática y que aún era joven. A todo respondía con una carcajada. "Soy un poco mayor que tú", "Lo sé, ¿cuanto de mayor?", "Eso no te lo voy a decir".

Al fin dimos con una calle, también en cuesta, en la que había varios bares con mesas en la puerta. Ante su indecisión tuve que elegir yo: "Éste mismo". Las mesas y las sillas eran de madera plegables, bastante pequeñas, así que cuando nos sentamos uno frente a otro tomé conciencia de lo cerca que estábamos, había que doblar las piernas hacia atrás para no enredarlas. Cuidado con las manos sobre la mesa o se encontarían. Entonces volví a reparar en lo atractiva que estaba Verónica esa noche, y cómo no, mi mirada, aunque fija en sus ojos cuando me escuchaba y en su boca cuando hablaba, se desviaba a cada instante hacia el encaje de su sostén. Ella se daba cuenta y su sonrisa constante se hacía un poco más grande y como quien no quiere la cosa se recolocaba la camisa.
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